Quizás en Keops, o en algún recoveco virgen del Valle de los Reyes, donde se apilaron insignes momias durante siglos, subsiste aún alguno de esos cuerpos cosificados y, junto a él, materialidad embalada para otros mundos, pertenencias y objetos que valían el botín de una vida para arriesgados salteadores de tumbas. Hoy los expolios son mucho más limpios, exigen burocracia, y los canaliza a menudo un Estado o son asépticamente liofilizados por un Consorcio de Empresas. La herencia de Indiana Jones pasa de prole en prole tributando el impuesto de sucesiones, coima de Caronte.
Enterrar al abuelo con el reloj es cosa de liturgias precapitalistas, con poca visión empresarial, y todos asumen ya que quitándole las pilas se puede parar el reloj, pero no el tiempo. El muerto al hoyo y el vivo al bollo. La putrefacción de la carne no debía ser transferida a los objetos, mera materialidad (hasta hace unos días) de más o menos dilatado goce, y si el espíritu humano o animal se resolvía en esferas inmateriales (o protodigitales), la corporeidad de las cosas habría de quedarse a este lado de la carne, abandonando la superstición del kit para el más allá, isla desierta. Así, la edición facsímil del libro de Ana Rosa, firmado de puño y letra por su negro, no irá al nicho del mitómano (a menos que este sea también friqui), sino que será legado a la crianza junto a esa colección de sellos, el orinal impoluto de 1713 y la última grabación registrada de Hamelin antes de ser devorado por las ratas. Aún recuerdo cuando mi abuelo me dio mi primer Wherters Original; hoy soy yo el que…
Hoy por hoy, cuando la materia de la que están hechos los sueños, y algunas formas de arte, no solo posee átomos sino también bits, la materialidad (y el uso de sus propiedades) se desfigura, y lo que hasta ahora era propiedad de uno se transforma en disfrute de esa propiedad (de hecho, ajena). O como dice meridianamente Daniel Verdú en su artículo: Usted ya no es propietario de un bien, simplemente el mero usuario de un servicio. […] Uno ya no compra cosas, sólo el derecho a usarlas.
Una filosofía muy americana -dice el periodista- esta del disfrute transitorio o usufructo. Y entonces he pensado en ese viejo póster en el que una india americana habita una pradera y subtitula un lema: La Tierra no es una herencia de nuestros padres, sino un préstamo de nuestros hijos.
Algunos podemos pensar que el poder, la soberbia y la indolencia que genera la posesión privada podría gestionarse de una forma más comunal, menos competitiva, pero tampoco somos bobos aplaudiendo La Nube.
Las políticas de “herencia cultural”, y el concepto mismo de “propiedad”, que se derivan del modus operandi de empresas como Apple y Amazon -las cuales, entre otras cosas, impiden transferir la biblioteca personal de un usuario (libros o discos pagados por el titular) a otro, es decir, legar (que no necesariamente duplicar) ese patrimonio-; y, sobre todo, su renuencia a dar explicaciones al respecto, parapetados hasta la náusea en la cruzada antipiratería, dan el tono de nuevas formas de mercado que pretenden cobrar [y poseer] la digitalización de las cenizas.
El tema desemboca en el misterio sobre el futuro de los emails de un hombre muerto: qué limbo los acoje; que servidor los expatria. Siempre quedará, apuntaba un interpelado, dejar adjunto al testamento un par de pósits con cuantas contraseñas y claves poseamos de todos esos perfiles de servicios disfrutados, cosa que algunos soldados americanos ya saben; o, hablando con propiedad, jamás llegaron a saber. ||| Fuente.
Mufasa, mirando las viviendas de protección oficial, le dijo a Simba:
– Algún día, todo lo que baña la luz del sol será tu reino…
– ¿Y aquel lugar oscuro de allí?
– Eso es Apple (perdón, el Cementerio de Elefantes), y no debes ir nunca.