Opacidad lustrosa. El no-lugar de la Nube

Solo si somos capaces de habitar podremos construir.

Eduardo Chillida

 

Del cachivache siglo 20 a este verdadero cambalache siglo 21, el ser humano ha desarrollado la abstracción hasta la náusea. La física cuántica interroga partículas en un enorme anillo atómico del subsuelo de Ginebra tratando de explicar el origen de la materia del mismo modo que algunos hombres y mujeres persiguen en la indigencia la índole de dios. La mística tiene mucho que ver con el agua mineral con gas.

En ese mismo centro de investigaciones suizo, el CERN, trabajaba un tal Tim Berners-Lee que a principios de los 90 ensambló la idea de Internet con el hipertexto y parió la World Wide Web, hidra descomunal y doble hélice en los hombres centauro, mitad hombres-mitad máquinas. Fue ahí en ese centro de investigación nuclear donde estuvo radicado el primer servidor Web.

 

En la Entrevista Mínima del número de abril de la revista Quimera, no recuerdo ahora el nombre de los entrevistados, pero sí que eran autores de ciencia ficción, uno de ellos comentaba: una persona que dice “yo soy de letras” está dejando claro que es ajena a una parte importante del mundo que le rodea. Recientemente, el estudio de una fundación indicaba que los jóvenes españoles están a la cola del conocimiento científico en Europa. Un profesor de biología del instituto solía decir en sus clases que tan importante como saber quién escribió el Quijote era saber qué es un gen, tratando de desterrar de sus alumnos la idea preconcebida de “cultura” (another brick in the wall) como algo relacionado exclusivamente con las humanidades. Aunque desconocer la ciencia no nos hace tecnológicamente analfabetos –conducimos sin entender un motor de explosión–, sí que hace que seamos más vulnerables a ella, dado que la tecnología no es otra cosa que ciencia elaborada (y ofrecida después dentro de una estética).

Como apunta Mora, ese imperativo, mitad funcional y mitad comercial, de interfaces cada vez más intuitivas y simples, nos evade del conocimiento estricto del funcionamiento de los aparatos. A este respecto, parece sintomático -influenciado también por el carácter compulsivo del consumo que articula la sociedad- el hecho de que cada vez haya menos centros de reparación general o personas capaces de “arreglar” cualquiera de los artilugios que nos rodean. Elegía del manitas muerto. No hace demasiado se modificó en la normativa de circulación de vehículos a motor la obligatoriedad de llevar bombillas de repuesto, dado que los nuevos sistemas de iluminación que llevan los coches hacen que sólo personal cualificado pueda manipularlos, y resulta inútil portar el recambio puesto que uno ha de desplazarse hasta el taller de todos modos.

Hace un par de semanas, Google lanzaba al mercado su sistema Google Drive para compartir y guardar archivos en línea, tratando de buscarse un hueco en La Nube (Cloud computing), ese vapor de agua que impregna -y es en sí-la Red. Aunque ahora está de moda, la mecánica de la computación en la Nube se lleva usando años, pues, por ejemplo, el alojamiento web del correo electrónico implementa esta tecnología.

Este nuevo paradigma que permite ofrecer sistemas de computación a través de Internet, una forma de infraestructura por control remoto o software como servicio, incide en la abstracción o, por mejor decir, en esa disolución de presencia (física) de la que hablaba Mora. Además, al hecho de que ya no sea necesaria la “presencia” de determinado hardware para implementar funciones, se suma el aspecto controvertido de la “posesión”. Ya no se necesita ni siquiera instalar en el propio ordenador software alguno, poseer directamente, sino que éste es servido al usuario desde la Nube, en línea. Nada es de uno y está en todas partes. La ubicuidad como valor al precio de la desposesión.

Ese estar en todas partes pero desconocer su esencia, la ubicación de esos alojamientos, nos lleva a dios, a lo borgiano. Hace unos meses, se informaba de que la Enciclopedia Británica no sería editada más en papel, que se disolvía plenamente en la digitalización. Sin embargo, ese magma abstracto que parece ser la veta de oro para las nuevas empresas y negocios, sin pertenecer aparentemente a nadie, tiene “dueños”. Dueños o señores administradores de la Nube que, como aquel Jefe Seattle, hacen que nos preguntemos

¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esa es para nosotros una idea extraña.

Si nadie puede poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que usted se proponga comprarlos?

 

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